09/12/2008
Por Yuris Nórido
Con Omerta, Pável Giroud rinde homenaje a uno de los géneros cinematográficos más populares: el cine negro. En algún momento de la trama uno pudiera pensar que, más que un homenaje, el director pretendió filmar, efectivamente, una película de ese tipo con todas las de la ley. Pero es imposible tomarse del todo en serio las referencias formales, lo guiños al género, no solo porque hay cierta voluntad hilarante (que la hay, y muy evidente) sino porque esas referencias están demasiado acentuadas, hasta el punto de que a uno no le queda más remedio que asimilarlas casi como paródicas.
Está, por ejemplo, todo el regodeo en lo elíptico: la sombra de un personaje en la pared, pistola en mano; las siluetas distorsionadas por un cristal, la acción sugerida, o escuchada a través de la pared… Es marcada la intención de reunir todo el rosario de situaciones y efectos que han devenido característicos de una manera de hacer cine. Pero aquí no se asumen con la naturalidad de las películas negras de siempre. La historia misma parece concebida para el remedo desenfadado.
Nada de esto resta méritos a la cinta. Podría ser, incluso, su principal atractivo. Qué más da cuáles hayan sido las intenciones del director. El resultado ha sido una película simpática, entretenida, correcta.
La historia de un gánster en la Cuba de los primeros años de la Revolución, cuando se ha hecho más que evidente que el mundo al que pertenece se ha derrumbado, deviene una parábola singular sobre el hecho mismo de envejecer, de resistirse a la idea de que tu tiempo pasó. El héroe de la historia –que como en tantas películas del cine negro, es también un antihéroe, aquí se borran las fronteras- está consciente de que las circunstancias ya no le son propicias, pero se aferra a un sistema de valores que trascienden la esencia delictiva de su “profesión”.
Hay mucho también de aquello de que “perro huevero, aunque le quemen el hocico…”, pues este individuo es incapaz de “regenerarse” de “integrarse” a una nueva realidad sin que este hecho signifique su frustración, su decadencia. No le queda más que insistir en sus andanzas. A Pável Giroud, en todo caso, no le interesa juzgar con severidad a sus personajes, al menos no a su personaje protagonista; otra cosa sucede con el de un delincuente de poca monta; aquí se dejan bien establecidas –otra vez como en el cine negro- las diferencias entre el delincuente de cuello y corbata, y el ratero sin modales.
La historia fluye bien, sin altibajos significativos. Giroud dinamita con dominio la narración cronológica, para crear un entramado favorable al suspenso. La dramaturgia es bastante cuidadosa, aunque después de la mitad, la cinta decae un poco en ritmo e interés de las peripecias.
A la hora de recrear una época, Giroud se vale de los mismos recursos que en su anterior La edad de la peseta: predominio de primeros planos y planos medios, énfasis en los detalles; fotografía, de fuerte carga expresiva y peculiar estilización; banda sonora perfectamente contextualizada (que en este caso rinde homenaje a la musicalización característica del cine negro, con partituras que remarcan la tensión y golpes musicales que acompañan a golpes de efecto).
En cuanto a los actores, Manuel Porto interpreta con extraordinario carisma al gánster en cuestión, haciendo énfasis en el tipo, pero sin caer en la caricatura. Plausibles también los desempeños de Quique Quiñones y, sobre todo, Yadier Fernández.
Con este segundo largometraje, que cuenta con todos los ingredientes para atraer a un público amante de las historias de mafiosos, sobre todo si están contadas con mucho humor, Pável Gikroud se consolida como uno de nuestros más briosos realizadores. Un director que sabe moverse en disímiles géneros, que se resiste a ser encasillado.